Como cada mañana, a pesar del ajetreo diario
(despertador, ducha, desayuno, coche, y atasco) volvió a elegir soñar. No le
pongan cara a esta historia, o mejor, pónganle la que ustedes quieran. Hombre o
mujer, adulto o adolescente, andaluz o gallego, da igual. El caso es que él
quería soñar. Y un día decidió hacerlo, pero despierto. Cuando el resto del
mundo solo se preocupaba del ajetreo diario para caer rendido en la cama. Él
eligió soñar despierto.
Al oír el despertador, soñaba con el sábado y el domingo
donde el despertador no sonaba, y si lo hacía, algún mecanismo en su cabeza
acertaba a adivinar el día de la semana en que se encontraba, para apagar el
sonido metálico de la alarma, y darse media vuelta para seguir en la cama hasta
bien entrada la mañana. Al irse a la
ducha, soñaba con un mundo donde el agua no era un bien escaso, porque los
humanos sabían de su preciado valor, y no la desperdiciaban como algo que nunca
les va a faltar. Había agua a raudales, pero porque además de ser regalada por
la naturaleza, era bien administrada por los humanos.
Al desayunar, soñaba con un mundo sin hambre, donde no
había estadísticas terroríficas que hablaban de un niño muerto por inanición
cada minuto en el tercer mundo. De hecho, no podía saber mientras soñaba, ni lo
que era el tercer mundo, porque no existía. Todo era un primer mundo. La
riqueza y los bienes estaban repartidos por igual. Nadie tenía más que nadie.
Todas las casas del mundo eran del mismo tipo, con los mismos metros, con las
mismas comodidades. Todo el mundo tenía el mismo coche, y usaba la misma marca
de ropa, y los mismos tipos de alimentos. Nada era un lujo, pero nadie tenía
escasez, ni llegaba a fin de mes apurado. No había envidia. Soñaba con un mundo
que a pesar de ser fácil de conseguir, sabía imposible por la condición humana.
Soñaba y soñaba sin parar, con cosas mejores, hasta que
en un semáforo, cuando se encontraba absorto en sus sueños, un sonido en el
cristal lo bajo de su nube, y lo arrancó bruscamente de su sueño. Volvió a la
realidad, al ver como un inmigrante, pretendía venderle un paquete de pañuelos.
Abrió la ventanilla, los compró, y pensó suspirando: ¡Ay!... Si los gobernantes
del mundo, supieran de mis sueños, quizá dejaría… de soñar despierto. Entre
tanto se consoló, con una sonrisa de felicidad de aquel inmigrante, que había
logrado vender sus primeros pañuelos del día. El semáforo se puso en verde, y
él siguió su camino diciendo: “Adiós, amigo, te veré en mis sueños”.
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